miércoles, junio 21, 2006

NO QUIERO QUE TE VAYAS


Sudoroso y atribulado, Juvencio caminaba presuroso rumbo a su casa, constantemente su antebrazo limpiaba el sudor de su frente que cada vez más se le hacia molesto e insoportable, nunca como ahora se le había hecho tan largo el camino de regreso a casa.

La parada del colectivo se hallaba a no menos de tres kilómetros de distancia de su casa, lo que para su condición de invidente eran una travesía considerable y llena de peligros que había superado con el paso de los años gracias a la destreza que había adquirido lo cual le había hecho prescindir de muchas cosas incluso de su lazarillo, un chamaco mugroso que en parte lo había abandonado debido a sus constantes arranques de furia. Siempre lo castigaba con un coscorrón que sonaba hueco en su pequeña cabeza si cometía un error.

-Pinche ciego ojalá se siguiera derecho en el camión-, pensaba mientras lo esperaba sentado en la esquina, pero sus deseos se borraban cuando el ciego Juvencio metía su mano a la bolsa para gratificarle por conducirlo hasta su casa.

Algunas ocasiones que había llegado con él en el camión, nunca se pudo explicar cómo el ciego Juvencio siempre y sin dudarlo, se paraba de su asiento sin vacilaciones una cuadra antes para descender correctamente en la esquina donde siempre lo esperaba.
La gente que lo conocía nunca dejaba de sorprenderse de esta rutina de horarios tan exactos y que por muchos años había seguido el ciego Juvencio; a algunos hasta cómico les parecía que antes de pedir la bajada siempre hacía el típico movimiento de asomarse primero como para “ver” si era la esquina correcta en que le tocaba descender.

-Yo digo que no esta ciego el cabrón, pinche payaso, por qué siempre se asoma para checar si es la esquina donde se baja.
-¡No mames, pues que no le ves sus ojos de canica gris!-Mira, no los volteará a propósito poniéndolos así de blanco
-No juegues con eso, Diosito te puede castigar, pues yo no sé, ¿pero sus ojos? y su bastón de madera entonces para qué son.-Pus sea lo que sea, yo digo que se hace güey.
-Oye, ya no jala a su esposa la cieguita-Es cierto, pero yo digo que los dos se hacen güeyes.

En efecto hacia algunos días que a Juvencio se le veía solo por las calles, cosa rara, decían las vecinas que inventaban miles y miles de historias.

-No comadre, pues yo digo que la perdió en el metro, con eso de que no ven yo creo que ella se siguió de filo en un vagón.
-Pus yo pienso que no Matildita, los ciegos son bien truchas, apoco no te has fijado como andan en el metro o aquí mismo en el barrio, dice mi hijo el Roman que desarrollan un sesto sentido que les ayuda a ver más que uno.
-Pus quien sabe, pero la última vez que la vi estaba muy desmejorada, se veía flaca, flaca y su boca estaba rete seca.
-Hay, pus yo no se ni que pensar, pero sólo la Virgen que lo ve todo, y hasta a los ciegos sabrá de la Manuelita.

Las comadres guardaron silencio ya que Juvencio se acercaba apresuradamente y jadeante las saludo a todas, como si hubiera visto a cada una, lo que estremeció a las comadres.

-Buenas tardes Matildita. Qué me dice del Roman doña Anselma, ya termina la carrera este año verdad. Por ahí me saluda a su señor doña Chalia.

Estupefactas, las comadres cruzaron las miradas y ninguna se atrevió a contestar se vieron envueltas en un silencio largo, jamás habían entendido cómo o por qué el maldito ciego siempre identificaba quienes y hasta en qué orden se encontraban.

-Hay Matildita, mis frijoles se me queman.
-Si pues, yo también me voy, ya mero llega mi viejo de la obra y yo ni frijoles en la lumbre tengo.
-Es cierto que tarde es, mi Romancito ya mero llega de la escuela y yo aquí tan campante.

Y en un solo movimiento cada quien se metió en su casa tan rápido como pudieron, de la misma forma en que los ratones asustados buscan su madriguera para protegerse del peligro.
Era extraño, pero el ciego Juvencio siempre despertaba un cierto temor en la gente, desde su llegada a esa barriada se había hecho respetar, un tanto por su condición de ciego y por que siempre se caracterizó por tener un genio de los mil demonios, aunque siempre respetuoso, era una amenaza cuando sentía que alguien le faltaba al respeto.

Principalmente los niños le temían, ya que nunca olvidaba a alguno que le quisiera hacer alguna mala pasada. En una ocasión a “El pichón“, el niño más temido del barrio, le arrancó un puñado de cabello cuando este quiso quitarle el bastón de las manos, ya que había apostado con la palomilla que lo haría y que se escaparía con el trofeo.

Tremendo error, Juvencio al sentir el jalón del bastón con la otra mano, en un movimiento como de rayo, se aferro de los mugrosos cabellos del Pichón, quien sorprendido comenzó a gritar desesperado y a tirar patadas que se perdían en el aire, así derrotado y de las greñas fue arrastrado hasta su casa para que su madre saliera y lo reprendiera fuertemente sin dudarlo ya que conocía de sobra la mala reputación que su hijo tenía en el vecindario.

Juvencio respiró profundamente al reconocer la puerta de su casa, un gran alivio lo invadió al entrar a su hogar, todos los peligros se habían quedado detrás de esa puerta.
Su cuerpo se desplomó en la primera silla que encontró, y por un instante se relajó por completo; el día había sido bueno se repetía constantemente, le dolía un poco la garganta, ya que las canciones que entonaba en los vagones del metro, ahora las cantaba solo por que su pareja no lo acompañaba.

Todo un día de ir y venir constante de vagón a vagón; de estación a estación de los apretujones de las horas pico en esta mugre ciudad que apesta, -ni ganas de saber como se ve, con sus olores me basta- pensó un poco fastidiado.

Él mismo se sorprendía de su capacidad de reconocer un olor a pesar de la mescolanza de aromas espesa y asquerosa que inundaban a los vagones del metro, podía percibir y diferenciar con olfato de perro los hedores de cada una de las personas que se apretujaban en el vagón.
El niño cagado que reclamaba a todo pulmón con su llanto que le cambiasen el pañal, el olor cremoso y dulzón de un oficinista, del fumador empedernido, del cabrón que no se baña pero que se lava la cara, y el olor a dulces de un niño gordo que se los atascaba en la boca produciendo un sonido extraño o el inconfundible aroma a fertilidad de una joven y fresca mujer que le había inquietado un poco; todo, todo lo podía percibir con ese extraño don que tenía.

De esta forma podía identificar a muchas personas; como a las viejas apestosas de sus vecinas que a su llegada siempre encontraba en el chisme, ocupándose de la vida de los demás; a cada una las reconocía por su olor y podía adivinarlo a distancia ya que sus propias casas mantenían su asqueroso olor característico.

-Manuelita-, pensó sobresaltado, y se paró bruscamente ya sin su bastón, pues en su casa se sentía en su elemento y de tres pasos llego hasta la recamara en donde Manuelita sobresaltada por el ruido se despertó bruscamente de su sueño.

-Juvencio pensé que nunca llegarías
-Cómo crees eso mi Manuelita, aquí estoy ¿cómo te sientes?
-Rete mal Juvencio, yo creo que si me debes llevar con el doctor, creo que tuve calentura, soñé que veía otra vez y que salía corriendo de aquí y….
-No, que doctor, ni que doctor, nadie te debe ver ni tocar, faltaba más; esos malditos matazanos quesque te revisan, pero a las mujeres solamente las tientan por puros ladinos, si no lo supiera yo mujer.
-Pero Juvencio, si el cuerpo es lo que curan y ese es su trabajo que más da si es de hombre o mujer
-¿¡Trabajo¡?, ni madres, primero muerto a que alguien más te toque.
-Pero me siento re mal, hoy no he ido al baño, siento como si me estuviera secando, y si me muero, ¿qué harás?.
-Pos no se, pero con este remedio que mi apá se tomaba te pondrás buena
-Pero si tu apá se murió de todas maneras y se tomaba su famoso remedio-Ya mujer no hables y tómatelo te sentirás mejor.
-No Juvencio, ya no me pasa no, no, no.

Sin atender el reclamo de la desmejorada mujer, Juvencio le dio por la fuerza aquel brebaje que el mismo preparó, no tenía mal sabor, pero realmente no le ocasionaba ningún bienestar y precisamente por eso Manuelita ya no deseaba más de ese líquido al que su esposo tuviera tanta fe. Ese momento para Manuelita fue muy duro, se sintió sin voluntad, un guiñapo; esa sensación solamente la había experimentado en el momento en que quedó ciega.

En aquella ocasión fue su madre la que sin ninguna consideración hacia ella, le provocó la ceguera a la tierna edad de 8 años; sus ojos siempre lagañosos le ardían, pero no era una enfermedad incurable como decía constantemente su madre, era por la falta de aseo. En su hogar siempre escaseaba el agua y cuando llegaba, salía de la manguera con un color café oscuro que le había ocasionado una infección en sus ojos que le provocaban ese malestar.

Para curarlo su madre siguió la recomendación de alguna "buena persona", quien le dijo que le aplicara jugo de limón en sus ojos durante todo un día, y así lo hizo sin hacer caso a sus reclamos y a sus gritos de dolor que poco a poco fueron disminuyendo, pues Manuelita ya no sintió nada en sus ojos que quedaron apagados para siempre.

-Eso mi Manuelita, ya ves como no te costó ningún trabajo
-Si Juvencio, si, pero de veras ya es suficiente. Bueno, duérmete otro rato Manuelita, voy a preparar algo para comer.

Manuelita ya no contestó, el leve esfuerzo que realizó para rechazar la "medicina milagrosa", la agotó y en cuanto cerró sus ojos sin luz se quedó profundamente dormida, gracias más a su debilidad que por la solución del remedio, como pensaba Juvencio.
Sin más, Juvencio preparó su comida, la engulló ávidamente y se dispuso a descansar, prendió un rato su pequeña y vieja grabadora y repasó un y otra vez las canciones que cantaría el día de mañana. Después de un rato considero que era suficiente, apagó su grabadora y se quedó profundamente dormido.

Su reloj interno le hizo despertarse, eran alrededor de las 5:30 de la mañana, se vistió sus viejas prendas, tomó su bastón y salió a la calle santiguándose como buen cristiano. Un viento helado le recorrió la espalda y recordó que no se había despedido de Manuelita, pero pensó que era mejor dejarla descansar.

Su rutina diaria no varió en lo absoluto, canción tras canción consiguió una muy buena ganancia que deseaba compartir con Manuelita al llegar a casa, que seguramente estaría ya muy repuesta si la suerte de este día le seguía sonriendo. Al emprender el regreso a casa, una extraña sensación le invadió su cuerpo, Juvencio no sabía si era de gusto o de nervios pero caminaba más rápido los trayectos habituales y su impaciencia se incrementaba cada vez más, el tiempo que esperó a que el colectivo se llenara de pasajeros se le hizo eterno y respiró aliviado cuando el camión se puso en marcha.

Las distancias para Juvencio nunca representaron un problema, recordaba que su padre siempre había procurado enseñarle todas las rutas posibles de los colectivos y líneas del metro de la ciudad desde pequeño. A diferencia de Manuelita, Juvencio había nacido ciego, según su padre por culpa de su madre que nuca dejó de beber aún cuando Juvencio no nacía. Según su padre esta mujer había sido el inicio y el final de los males de padre e hijo.

Por lo tanto el padre de Juvencio, sabedor de que algún día lo dejaría solo se había empeñado en enseñarle todo cuento él consideró necesario: cantar con la guitarra o sin ella, movilizarse entre la gente, reaccionar de la mejor manera ante el peligro y algo que Juvencio valoraba enormemente, el que su padre le enseñara a percibir con el tacto y el olor el estado de las cosas, ya fueran la comida o los lugares, de esta manera Juvencio logró crearse un mundo de olores, más que de texturas, gracias a esas enseñanzas que le dejara su padre.

Se acercaba ya a su destino, pensar en su padre y sus lecciones lo habían calmado un poco y el trayecto ya no se le hizo pesado, bajo del colectivo en la esquina habitual y emprendió la caminata a casa. El ambiente se le hacía muy extraño, era un de esas tardes en que nadie estaba en las calles ni los niños haciendo diabluras, ni las comadres chismorreando tonterías.

Sintió un leve bienestar, por no encontrar a nadie a quien saludar, llegó a su casa y la sintió diferente, un aroma extraño le inundo el cerebro y de inmediato pensó en su esposa.

-¡Manuelita!,- gritó con horror
Avanzó tan rápido que trastabillo con las mesas y las sillas golpeándose fuertemente en la espinilla y tragándose el grito de dolor, llegó torpemente a la habitación donde yacía Manuelita correctamente acostada, la cobija la cubría parcialmente, se adivinaba que había querido levantarse pues se había colocado su vestido, pero ese gran esfuerzo al parecer había sido el último.

Había resuelto acostarse para no despertar jamás, su cara huesuda era el mismo retrato de la muerte sus ojos opacos se habían quedado abiertos cómo si intentaran buscar entre su mundo de tinieblas un punto en el infinito que la guiara hacia la luz que perdiera cuando niña.
Juvencio se encontraba estático como una estatua, no se había equivocado, el olor que percibiera al entrara a su casa era el de la muerte, el mismo olor que inundó su casa cuando murió su padre.

En un torrente de sollozos se acercó lentamente a Manuelita para tocarla y horrorizado sintió la rigidez de su cuerpo, se apartó con un movimiento brusco y lleno de horror, sólo atinaba a girar sobre su propio eje sintiendo que enloquecía de dolor, por que a pesar de todo la amaba; no había nada más en su obscuro mundo que quisiera más que a su Manuelita.

Todos lo recuerdos se le agolparon en la mente: el momento en que la conoció por su voz aquella vez que llegó a comprar dulces al puestecito que ella y su madre atendían frente a la escuela de la colonia. Desde ese momento se volvió parada obligada para conversar con ella.

Su sorpresa y emoción se multiplicó por mil al saber que ella al igual que él era invidente, y en ese mismo instante se dijo así mismo que se casaría con ella; quería enseñarle todas aquellas habilidades y costumbres que él había aprendido en su mundo de oscuridad.

La conmoción que provocó en la familia de ella y en especial en su madre al darles a conocer sus intenciones de formalizar su relación fue enorme, nadie creía que dos invidentes podrían lograr una vida "normal"; la madre de Manuleita le repetía constantemente que lo pensara mejor, que ese ciego además era muy feo y que no tenía un trabajo estable, a lo que Manuelita siempre contestaba solamente con una leve sonrisa, y se decía a si misma:
-qué importa si es feo, si no puedo verlo, yo sólo quiero escucharlo, sentirlo… olerlo como él dice.

Todos los obstáculos a los que se enfrentó Juvencio no lograron que cambiara de parecer, su determinación que llegaba a la terquedad logro vencer la cerrazón de la madre de Manuelita quien terminó por aceptar que su hija tendría que irse, pues desde que le había prohibido frecuentarse con Juvencio había dejado de hablarle, obedecía dócilmente todo cuanto le pedía y lo que a su madre más le dolía y le hizo entender realmente que Manuelita estaba convencida de lo que quería, era que nunca demostró tristeza alguna; su rostro siempre estaba relajado con una leve sonrisa. La emoción que le produjo saber que Manuelita no lo rechazaba al momento de declararle su amor y al instante de pedirle matrimonio.

Todo se agolpaba en su mente como flachazos en esos instantes en que se quedo petrificado, y por fin logró acercarse al cadáver de Manuelita para abrazarlo y besarlo al mismo tiempo que lloraba sintiendo un dolor descomunal que le rasgaba el interior.
El tiempo siguió su marcha, una, dos horas; no sabía cuanto tiempo había transcurrido. La tormenta de sentimientos y sensaciones había pasado, se encontraba más sereno y sus manos recorrían constantemente el rostro de Manuelita. Impulsado como por un resorte se puso de pie cuando a su mente le llegó la idea de que al avisar a las personas tendría que separarse de ella para realizar los funerales y finalmente sepultarla.

Solamente con pensar en esta posibilidad, en su interior estallo una furia incontrolable que lo invadió como un incendio, apretó fuertemente sus puños y se dijo a si mismo:- ¿Sepultarla? ¡Jamás!, ¡jamás!

-Oiga comadre, esto esta muy raro, el ciego no ha salido de su casa en 3 días.
-¿Nadie lo ha visto?
-Ni luz del poca luz comadre.
-No dice don Jaco, el de la tienda, que lo vio salir el otro día.
-Pos es lo que dicen, pero pa´saber.
-Pos yo me acerqué a su casa y huele re gacho.
-¡Jesucristo sacramentado!, Pos no se ustedes, pero a lo mejor ya están muertos los dos y….
-Ni lo quera Dios comadre.
-Horitita mismo hay que avisara a la polecia.

Fuertes toquidos despertaron a Juvencio quien a gatas se escondió tan rápido como pudo en un rincón de su casa y ahí agazapado se armó con un grueso cuchillo y esperó la entrada de los intrusos.
La calle era un hervidero, todo mundo quería adivinar lo que encontrarían los policías, algunos a manera de concurso daban sus versiones para ver cual era la más creíble.

-Para mí que están muertos los dos.
-Yo creo que se fueron en la noche.
-No, acuérdate que la ciega estaba mal.
-Pos yo digo que están ahí adentro los 2.

La policía decidió tirar la puerta, y con un gran estrépito entraron al interior de la vivienda del ciego Juvencio, el primer cuarto se hallaba totalmente desordenado, de manera mecánica todos lo que entraron se llevaron la mano a la nariz para cubrirse, ya que el hedor en el interior de la vivienda era insoportable. El piso estaba cubierto por una capa blanca de cal, por lo que se podían ver por doquier algunas huellas impresas de pies desnudos.

-Comandante aquí esta el bulto de cal a la mitad.
-Si, ya lo vi, pa´ su madre, que pinche peste, rápido hay que encontrar el origen de este olor porque…….

El comandante no terminó de completar la frase pues Juvencio desde su escondite saltó hacia él de manera torpe tratando de enterrarle el cuchillo, pero cayó de bruces sin conseguir su objetivo y fue sometido rápidamente por los policías.
Al escuchar el ruido y los gritos provocados por la breve revuelta la gente se agolpó en la puerta siendo recibidos por el fuerte olor a descomposición que salía de la casa lo que origino una rápida huida de todos los curiosos que no quisieron volver a asomarse.

-¿Dónde está el cadáver cabrón?
-¡No se la lleven, no se la lleven!
-Entonces la mataste, ¿verdad?
-No señor, le juro que no.
-Comandante, venga a ver esto

Ya con Juvencio asegurado el comandante siguió a un policía al cuarto que se encontraba al final de la casa, visiblemente sorprendido el comandante observó el piso lleno de sangre coagulada y manchas verdosas con pequeños pedazos de carne en descomposición, parcialmente cubiertos por una capa de cal; sin decir más dio media vuelta y a punto de vomitar se dirigió a Juvencio.

-¿Qué le hiciste al cadáver?, ¡contesta!

Totalmente desconsolado y ahogado en llanto, solamente atino a señalar el refrigerador de donde se adivinaba un hilillo de sangre ya coagulado. El comandante con la mirada le ordeno a otro de los policías que abriera el refrigerador, y vacilante jaló la puerta y se descubrió su macabro contenido. Un brazo callo al piso, ocasionando que uno de los policías no aguantara más y saliera corriendo cubriéndose la boca, las piernas y el resto del cuerpo se encontraban correctamente colocados en el interior del refrigerador.

-¿Por qué la mataste?
-Yo no la mate, ella estaba enferma y se murió
-¿Y por qué la descuartizaste?
-Porque yo la quería
-¡Pues vaya forma de querer!
- Es que yo no quería que se la llevaran me quería quedar con ella
-Oiga Comandante falta la cabeza¿Dónde la tienes?

Nuevamente Juvencio sólo señaló hacia un rincón; dentro de una cubeta con cal se encontraba la cabeza de Manuelita, terriblemente desfigurada por la descomposición y aun con los ojos abiertos, cubiertos por una delgada capa de cal.

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